miércoles, 29 de octubre de 2014

LAS ABUELAS EN LA COCINA

IV PARTE: LAS APORTACIONES DE LAS MUJERES A LA GASTRONOMÍA MEXICANA: DOÑA CHONITA Y SUS CAZUELAS
Martha Gabriela Bayardo Ramírez

Continúa: A manera de conclusión del tema de las “Aportaciones de las mujeres a la gastronomía mexicana” en este artículo haré un reconocimiento a la máxima autoridad de la cocina familiar: mi abuela materna, en representación de todas las mujeres que han hecho posible que en la actualidad disfrutemos de un legado para todos nosotros: la culinaria mexicana.
La cocina de doña Chonita tenía una conexión invisible entre lo que cultivaba y engordaba en su patio; la labor cotidiana de hacer rendir lo que había en la alacena o en el refrigerador; y las cazuelas viejas y pulcras en las que preparaba guisos y platillos.
Había cazuelas para los frijoles de olla, para dorar a fuego lento el pan que se hacía en casa, para preparar mermeladas y compotas de frutas como guayabas, mangos y manzanas. También tenía enseres especiales para la preparación de concentrados para aguas frescas, como la flor de jamaica o el tamarindo, los cuales no se podían utilizar para hervir la leche bronca con la que se hacían atoles, avenas, yogurt o jocoque.
En su cocina corría la miel de abeja de diferentes flores; la miel de piloncillo o de agave para endulzar, por ejemplo, la ralladura de queso sobre una tostada hecha con un cuidado casi religioso: un buen tostado sobre un comal negro y gastado por el uso durante tantos años.
Las preparaciones se iniciaban con el cuidado de los alimentos y de los utensilios, que no eran modernos pero guardaban con dignidad la memoria de numerosas preparaciones en las deformaciones de las ollas, sartenes y cazuelas, las que terminaban siendo un método de adaptación a ciertas formas de manipulación; al parecer eran una especie de extensión de la intuición y memoria culinaria de doña Chonita.
Los cacharros lustrosos por la constante friega con piedra pómez —la piedra volcánica pumita— en que preparaba la comida se desgastaban en la parte de la que se recargaban en la olla vecina para que se escurrieran los alimentos fritos en el mismo sartén en que se frieron; así el dorado quedaba en su punto de cronch, con la temperatura y el punto de cocción de los rellenos.
Verla cocinar era como presenciar la ejecución de una bailarina virtuosa que arremetía con seguridad sus movimientos; era admirable observar su intención de obtener lo mejor de un producto, transformando las verduras inertes en un gozo amoroso para sus hijos o cualquiera que estuviera dispuesto a comer placenteramente un plato con la sazón de una mujer nacida en Sinaloa, pero parida por ella misma una y otra vez como madre de muchos hijos en diferentes puntos de la República.
Cocinar era un acto de vida en el cual se expresaba de manera sintética su historia de mujer abnegada y trabajadora, que contaba con un bagaje ancestral al servicio de los otros, con el conocimiento que le permitía saber dónde y cuándo poner los aguacates a madurar envueltos en periódicos o cuáles plantas o yerbas se debían secar bajo el sol, a la sombra o en el refrigerador, para preservar sus propiedades.
Era común ver en el refrigerador un vaso con agua para el culantro oloroso que arrancaba con todo y raíz, o tuppers de todos los tamaños que guardaban tomates y chiles y otras verduras para cuidar el tiempo de vida de cada una.
En el paisaje cotidiano de su cocina había ajos que se asaban con todo y piel para lograr su punto de cocción; el azul de las flamas de los fuegos bajos en que se cocinaban salsas y moles, al salar usaba su mano para persignar los alimentos y determinar el punto de sazón. Doña Chonita decía: ¡Hay que sentir para cocinar!
Mi abuela representa en mi memoria un icono que heredó el conocimiento del poder que da la sabiduría de cocinar con dignidad, para establecer actos meramente políticos en que se conseguían acuerdos familiares impensables o actos de alquimia psíquica, como cambiarle el sentimiento o el talante amargo a los que llegaban hambrientos a refugiarse en uno de los actos en que ella amaba sin decirlo: dar de comer.
Fin 
Citanos:
Bayardo Ramírez, Martha Gabriela, “Las aportaciones de las mujeres a la gastronomía mexicana”, IV Parte, Sobre los fogones de México, Distrito Federal, 2014, < http://ungranodefrijolymaiz.blogspot.mx/>  


lunes, 13 de octubre de 2014

APORTACIONES DE LAS MUJERES A LA GASTRONOMÍA MEXICANA

III PARTE: LAS APORTACIONES DE LAS MUJERES A LA GASTRONOMÍA MEXICANA
Martha Gabriela Bayardo Ramírez

Continúa: Después de desarrollar el tema que nos atañe desde diferentes ángulos —antropológico, como denuncia, como cuestionamiento y confrontación, entre otros— es evidente que se debe hablar de aspectos puntuales sobre las atribuciones alcanzadas por el género femenino en la gastronomía. Evidentemente, uno de los componentes más significativos ha sido la concreción de nuevos platillos y recetarios, así como su difusión masiva; por esa razón nos debemos referir a la cocina conventual que representó o fue una forma de poder y artilugio femenino que permitió se reformularan los elementos culinarios prehispánicos que sobrevivieron a la conquista a través del mito, ejemplo de esto el mole poblano[1] que sublimó sus raíces nativas francamente rechazadas ante un nuevo paradigma cultural cristiano: la cocina conventual.
Puede afirmarse que las monjas novohispanas tienen hasta nuestros días un peso significativo relacionado con diferentes elementos que componen nuestra cultura culinaria como la adjudicación de diferentes platillos y preparaciones que se han vuelto típicos de México, como el ya mencionado mole poblano,[2] los chiles en nogada, una variedad de dulces y bebidas alcohólicas dulces como el rompope, entre otros.
Todas éstas son invenciones logradas a partir de la repetición de procesos culinarios, usados durante el proceso de educación que las hijas de hombres pudientes de la época recibían de las monjas.
En el contexto histórico de esas preparaciones se puede observar —una vez más— a la culinaria como una forma de vínculo y poder por parte de las monjas de diversos conventos, en donde gracias a sus invenciones culinarias lograban obtener recursos económicos para solventar los gastos del convento, al tiempo que mantenían relaciones sociales con personajes del poder eclesiástico, político y económico de la época.
En los diversos recetarios de los siglos XV, XVI y XVII, escritos generalmente por hombres y mujeres letrados, “se muestran los tipos de productos que llegan de España y que se usan constantemente, como lo demuestra el Libro de Cocina del Convento de San Jerónimo atribuido a Sor Juana Inés de la Cruz”.[3] “En el siglo XVIII se van perfilando ciertas comidas que llegaron a ser platillos nacionales: los diversos moles, el rojo, el verde, los pipianes también de ambos colores; los pimientos en variados guisos, tamales y atole (de procedencia prehispánica), etc., cuya elaboración encontramos ya en recetas culinarias”.[4]
El recetario[5] atribuido a sor Juan Inés de la Cruz es considerado un legado de la cultura femenina novohispana —lo haya escrito ella o no de su puño y letra—, al igual que los recetarios de doña Dominga de Guzmán —cuyo manuscrito, de la segunda mitad del siglo XVIII, es propiedad del Museo Nacional de Culturas Populares— son los documentos de mayor relevancia histórica en la actualidad.
Después de la Revolución mexicana se fueron definiendo los sistemas de medidas, niveles de temperaturas, tiempos de preparación y más detalles de estos primeros recetarios, lo cual llevó a realizar modificaciones o adecuaciones, como en el caso del recetario de Dominga de Guzmán.
Posteriormente las mujeres que se dedicaron a la tarea de hacer esas precisiones en las cantidades de las recetas fueron sin duda aquellas que hicieron una ardua labor a través del magisterio de la educación, ya que fue un grupo de maestras conformado por “Dolores Carrea Zapata, Delfina C. Rodríguez, Clementina Cerrillo, Ana María Hernández y Elena Torres, entre otras,”[6] las que enseñaron a miles de mujeres, a través de libros y programas de radio las convenciones que dieron cimientos claros para la concreción de nuestra culinaria nacional.[7]
Otro personaje de carácter mediático y masivo del siglo XX fue la cocinera Chepina Peralta, quien en la década de los ochenta ajustó algunos recetarios de cocina mexicana a distintas exigencias formales de la cocina internacional; Peralta comenzó dando clases y demostraciones de cocina en la televisión.
Actualmente otras cocineras de prestigio nacional son Alicia Gironella De’Angeli[8] y Patricia Quintana, que viajó por la república para recuperar algunos de los secretos y recetas de mujeres que no han tenido acceso al poder de plasmarlos en la cocina; una tarea que significa una valiosa aportación dada la falta de registro de esas recetas y esos secretos de cocina.[9]
Finalmente, la mujer cumple su papel y éste le vale su justificación y su permanencia en el orden del universo. Si se aquilata la presencia de la mujer desde la perspectiva de la culinaria mexicana se puede llegar a las primeras conclusiones sobre su labor, la cual va desde nuestra cultura culinaria, los usos y costumbres en los que la mujer-madre lleva el peso tanto de la elaboración como la administración de todo lo que conlleva el acto de cocinar.
Detrás de esas costumbres hay una fuerte herencia de las tradiciones de los toltecas, los mexicas, los zapotecas, los mayas y otras naciones originarias, en las que el culto a la tierra se relacionaba con los aspectos femeninos;[10] tradiciones que deberíamos de conocer y practicar hombres y mujeres dentro de su contexto funcional, pues quizá sus principios cosmogónicos son nuestro primer legado de lo que hoy llamamos nuestra filosofía cultural verde o ecológica.
Continúa en https://ungranodefrijolymaiz.blogspot.com/2014/10/

Referencias bibliográficas
Barros, C. y Buenrostro, M. (comps.) Vida cotidiana: Ciudad de México 1850-1910, México: Fondo de Cultura Económica, UNAM, Conaculta, 1996.
García Rivas, Heriberto, Cocina prehispánica mexicana, México: Panorama, 2009.
Gironella De’Angeli, Alicia, Gran Larousse de la cocina mexicana, México: Larousse, 1993.
Guzmán Peredo, Miguel, Crónicas gastronómicas, México: Fontamara, 1991.
Juárez López, José Luis, Nacionalismo culinario. La cocina mexicana en el siglo XX, México: Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, 2013.
____________________, La lenta emergencia de la comida mexicana. Ambigüedades criollas 1750-1800, México: Porrúa, 2005.
Kennedy, Diana, El arte de la cocina mexicana cocina tradicional mexicana, México: Diana, 1994.
Lavín, Mónica y Benítez, Ana, Sor Juana en la cocina, México: Grijalbo, 2010.
Long, Janet (coord.), Conquista y comida, México: Universidad Autónoma de México, 1997.
Lagarde y de los Ríos, Marcela, Los cautiverios de las mujeres: madresposas, monjas, putas, presas y locas, México: Universidad Nacional Autónoma de México, 2003.
Novo, Salvador, Cocina mexicana o historia gastronómica de la Ciudad de México, 3ª ed., México: Porrúa, 1973.
Saldívar, Jaime y F. del Valle (coords.), La cocina mexicana, México: Artes de México, 1960.
Verti, Sebastián, Esplendor y grandeza de la cocina mexicana, México: Diana, 1994.
Wilson, Anne, La mujer en un mundo masculino, Prólogo de Elena Poniatowska, México: Paz, 1987.
Xokonoschtletl, Carlos Fortea (trad.), Los que nos susurra el viento, sabiduría de los aztecas, Barcelona: Plaza y Janés, 1998.
Cítanos:
Bayardo Ramírez, Martha Gabriela, “Las aportaciones de las mujeres a la gastronomía mexicana”, III Parte, Sobre los fogones de México, Distrito Federal, 2014, < http://ungranodefrijolymaiz.blogspot.mx/>  



[1] Platillo que encabeza la culminación de nuestro nacionalismo culinario logrado, según José Luis Juárez López a finales del siglo XX, durante la década de los años ochenta.
[2] El mole poblano es una comida barroca, a decir de Manuel González Galván, y que va totalmente de acuerdo con la época, se le atribuye a una monja, sin olvidar su antecedente en las salsas prehispánicas ya empleadas entonces. En el Manual del cocinero se encuentra la atribución a las invenciones del mole poblano, el rompope y hasta el revoltijo a la cocina conventual, al igual que en otros textos consultados durante la investigación, como es el caso del libro de Mónica Lavín y Ana Benítez, Sor Juana en la cocina.  
[3] Ibídem, p. 132.
[4] Saldívar, Jaime y F. del Valle, Cocina..., p. 11.
[5] Hay polémicas importantes con respecto a si el recetario fue escrito por sor Juana, pero para nuestros fines eso es un factor secundario, ya que los contenidos en él son un hecho de creación y recreación de la cocina conventual de esa época.
[6] Juárez López, José Luis, Nacionalismo culinario. La cocina mexicana en el siglo XX, México: Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, 2013, p. 87.
[7] Ibídem, p. 103.
[8] Quien actualmente trabaja para Larousse, siendo éste uno de los medios propicios para trabajar sobre los puntos señalados anteriormente.
[9] Este hecho siempre será lamentable, pues seguramente en ellas hubiéramos escuchado voces de oposición sobre las descalificaciones de la cocina y de los productos mexicanos que han contribuido a la ignorancia y que han tenido una repercusión en la valoración de la gastronomía mexicana tanto dentro como fuera de México.   
[10] El libro de Marcela Lagarde, Los cautiverios de las mujeres madresposas..., presenta una extensa investigación sobre la antropología de género con una larga lista de reflexiones que pueden dar pautas para la elaboración de hipótesis con respecto a algunos factores implicados en la respuesta a mi pregunta inicial: ¿Qué relación tiene el género con respecto al reconocimiento gastronómico y culinario de un pueblo? ¿Qué relación tiene la cuestión de género respecto del reconocimiento gastronómico y culinario de una cultura como la mexicana?